Del coronavirus a la guerra en Europa: qué hacer cuando el mundo es violento

NOTICIAS DE INTERÉS Cristina Mercado
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En el momento de redactar estas reflexiones, el mundo en que habitamos está resurgiendo, con dolor, de una pandemia cuyo impacto sigue vigente, tanto a nivel social, como individual. Ahora, cuando apenas nos estamos organizando en este mundo herido por el COVID-19 y tratamos de asimilar los cambios que la pandemia produjo, la noticia de la guerra en Ucrania y la posibilidad de que se proyecte más allá de sus fronteras nos envuelven nuevamente en el temor, la incertidumbre, la tristeza por las víctimas y las sensaciones de sufrimiento y locura.

Nadie estuvo exento del sufrimiento de la pandemia, pero nos sostenía la esperanza de que la humanidad sería capaz de encontrar soluciones que pudieran derrotarla. Hoy, en cambio, el mundo está envuelto en una escalada de destrucción que puede amenazar nuestra subsistencia, a pesar de ser todavía, para nosotros, una guerra en territorios lejanos.

Las guerras y la mente humana
¿Por qué entonces es indispensable que los psicoanalistas y los agentes de la salud mental pensemos acerca de las consecuencias psicológicas de la guerra sobre nosotros, nuestros pacientes y nuestra sociedad? Es cierto que el horror de la guerra no nos afecta de la misma manera que a las víctimas directas de los bombardeos, la destrucción y la muerte. Lo que ocurre es que, aunque estemos a muchos kilómetros de distancia de los acontecimientos más feroces, la guerra opera en nuestra mente.

Desde comienzos del siglo XX, las guerras aumentaron su escala y su violencia cada vez más nos compromete a todos. Ya en 1929, Sigmun Freud decía en su texto “El malestar en la cultura” que la humanidad ha llevado adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza hasta tal punto que, con su auxilio, resultaría fácil exterminar hasta el último ser humano. Las sociedades lo saben, decía, y encontraba allí la explicación de buena parte de la inquietud, la infelicidad y el talante angustiado de la cultura.

Las guerras pertenecen a un orden que nos confronta con aquello que va más allá de lo que nuestras mentes puedan imaginar. Nos enfrenta, además, a lo incomprensible, al desconcierto y la perplejidad acerca de la naturaleza humana y de sus acciones.

En los países que sufren la guerra, tanto desde un punto de vista social como individual, ella está asociada al trauma como expresión de un dolor sin límites, impuesto por la ruptura súbita y violenta de la organización mental y de las normas básicas que rigen la convivencia.

El trauma de la guerra, tanto en la historia personal como en la vida de los pueblos, no solo desorganiza el presente, sino que se proyecta al futuro y a veces tarda varias generaciones en sanar.

A pesar de las lejanías, ningún país ni sus habitantes pueden hoy quedar por fuera del sufrimiento que la guerra produce. Ella aparece en nuestras pantallas con una crudeza inimaginable, sin la mediatización del tiempo y el espacio. Vivimos la guerra y sus horrores en tiempo real, minuto a minuto, con el impacto devastador y el pánico que producen en nuestras mentes.

El eco de la guerra en la Argentina
En el caso argentino, además, el eco de la guerra se amplifica socialmente debido a nuestra historia judeocristiana y a la conformación como país de inmigrantes europeos.

La guerra entra a nuestros consultorios de modo especial. ¿Cómo se suele manifestar este fenómeno de distancia y cercanía con la guerra que a menudo invade el vínculo entre analista y paciente? A veces se trata de miedos e inseguridades conscientes que los pacientes se ven imposibilitados de poner en palabra. Otras veces, estos eventos acontecidos en el contexto de la realidad no son conscientemente vivenciados, pero atraviesan el psiquismo produciendo consecuencias en el transcurrir de la sesiones.

Obviamente, estas situaciones se expresan también, de alguna manera, en las relaciones entre ambos. Como en épocas de pandemia, se trata de un sufrimiento compartido que los compromete y exige del terapeuta un esfuerzo especial para lidiar con sus propias angustias y poder ayudar a los pacientes.

El analista debe ser capaz de rastrear estas condiciones emocionales que suelen expresarse a través de comentarios aparentemente banales, de sueños, de estados anímicos incomprensibles y desconcertantes para el terapeuta. Tenemos que saber que estos estados no solo tienen origen en la historia o el mundo interno individual de cada paciente sino en un presente que se ha transformado en amenazante.

Es necesario ser capaces de comprender y ponerlo en palabras para ayudar a cada paciente a tolerar el sufrimiento de vivir en un mundo incontrolable y, pese a ello, poder conectar con sus deseos vitales, desarrollar proyectos y tolerar las incertidumbres.

Una canción cantada por una niña ucraniana repite como estribillo “cuando el mundo es violento, el futuro no existe”. Los analistas de niños y adolescentes conocen bien cuan sensibles son ellos a estas vicisitudes que les infunden miedo y desconfianza sobre el porvenir.

A pesar de todo, me gustaría cerrar esta nota con optimismo. Quiero transmitir mi confianza en que la racionalidad humana, el amor, la solidaridad y las fuerzas vitales habrán de prevalecer, como otras veces en la historia, sobre la locura y la destrucción.

Fuente: TN

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