Salud mental en pandemia: reflexiones en el día internacional

SALUD Ivana ALFARO
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Las enfermedades, con sus secuelas de padecimientos, daño corporal y amenaza de muerte, han acompañado al ser humano desde tiempos inmemoriales. La medicina se ha ocupado de aliviar, curar y prevenirlas con los procedimientos disponibles más adelantados de cada época. En los últimos tiempos, su progreso ha sido espectacular y admirables los recursos tecnológicos que ha desarrollado.


Paralelamente, en las últimas décadas se fue conformando, tanto dentro como fuera de la medicina, un movimiento científico que ha puesto el acento en preservar, cuidar y mantener la salud mental de las personas, las familias y las comunidades en general, así como tomar medidas de prevención para evitar la enfermedad. Este pasaje, que va de curar a tener en cuenta la salud, implicó un cambio fundamental.

Hoy en día, disponemos de equipos interdisciplinarios, servicios hospitalarios y hasta leyes de salud mental. Desde el punto de vista operativo, los equipos de salud mental ofrecen un conjunto de estrategias y actividades que apuntan al cuidado de la vida mental, a crear condiciones de bienestar y reducir el riesgo de enfermar. Problemas con la salud mental pueden plantearse en todos los ámbitos de la vida social, como en la medicina, el derecho o la educación. También su mirada es necesaria en los grandes colectivos humanos expuestos a situaciones catastróficas o inhumanas.

Qué es la Salud Mental
Es la posibilidad de lograr un estado de relativo bienestar en el que un sujeto pueda funcionar en el mejor nivel de su capacidad men­tal, emocional y corporal ante la variedad de situaciones favorables o ad­versas que le toque vivir. Es considerada una condición del individuo, relativa a sus recursos personales y al contexto familiar y socioeconómico que lo rodea. Implica asignar valor a la vida mental, promover y preservar la salud, prevenir su pérdida y recuperarla cuando la enfermedad se manifiesta.

Pero ese bienestar deseable propuesto como definición, a menudo es difícil de mantener y está permanentemente expuesto a transformarse en malestar o desdicha. Las causas que lo provocan suelen ser múltiples, personales o masivas. En situaciones extremas, arrasa con las defensas psicológicas de cualquier ser humano. La pandemia es un ejemplo del contexto traumático que nos ha tocado enfrentar y que puso en riesgo las condiciones mentales de gran parte de la población. Examinemos esta calamidad que todavía estamos transitando:

Hace casi dos años, apareció un objeto invisible, desconocido y amenazante. Resultó ser un nuevo virus que empezaba a circular masivamente entre la gente. Su efecto letal sobre la humanidad se conoció de inmediato. La medicina, con todos los recursos disponibles, entró en acción y, en un tiempo récord, descifró el virus, leyó su código y se preparó para darle batalla mientras se iba experimentando con las vacunas. Se abrió un inquietante tiempo de espera. Los casos crecían exponencialmente, las camas de terapia intensiva parecían no alcanzar, las muertes no solo aumentaban sino que se manifestaban en su carácter más siniestro: morir ahogado, la peor de las pesadillas.

La mayoría afortunadamente sintió el impacto sin sufrir la enfermedad, pero la vivió de cerca, en propios y extraños, generando efectos emocionales de todo tipo .¿Cómo empezó la gente a sufrir esta amenaza? ¿Cómo la acogió? ¿Qué efectos padeció? Sabemos que perturbó todos los procesos vitales, las rutinas como el comer, el dormir, el soñar, el cuidado personal. Generó angustia y desesperación en much;, tedio y desesperanza, en otros. Cada uno agregaba los más variados significados que tiene la amenaza de enfermar: sentirse amenazado, acobardado, inhibido, suponer estar abandonado a fuerzas desconocidas o malévolas que amenazan la integridad corporal. Algunos se “entregaban” al destino; otros apelaban al consuelo ilusorio de recursos mágicos o religiosos. También estaban aquellos cuya fortaleza consistía en “resistir” hasta que pasara el trance.

El tiempo de cuarentena
Mientras se esperaban las vacunas, se adicionaron las prohibiciones de la cuarentena. El recurso disponible era poner distancia con la amenaza del virus, que se decía circulaba en objetos, alimentos, superficies y personas. Hasta los más allegados, posibles portadores, generaban desconfianza. Con el confinamiento, el lazo familiar y social sintió los efectos y respondió entre el agobio del encierro o la necesidad de poner distancia. Se agudizaron conflictos de pareja, se incrementaron la violencia de género y el maltrato de los niños. Algunos desafiaron al peligro de enfermar, lo negaron. Buscaban cómplices para “su fiesta clandestina”.

De repente, se pusieron de manifiesto núcleos mentales irracionales, habitualmente ocultos. Al sufrimiento generalizado, se adicionó la exhibición obscena de conductas éticamente reprochables, habitualmente ocultas. Se conocieron descompensaciones psiquiátricas peligrosas. Daño mental y dolor causó el impedir, más allá de lo razonable, la necesaria presencialidad escolar.

Muchas personas asustadas dejaron de cuidarse clínicamente, abandonaron controles necesarios, cancelaron consultas imprescindibles, asumieron riesgos de vida. Ya circulan estudios que dan cuenta del efecto negativo que esta actitud tuvo sobre la salud de las personas, sobre todo en los mayores. En cierto momento, el agobio y sufrimiento que generaba la asistencia a tal cantidad de pacientes severamente comprometidos alcanzaron a los integrantes de los equipos hospitalarios y el clamor por una asistencia emocional se puso de manifiesto. Así fue como los equipos de Salud Mental fueron llamados para asistir a los propios equipos médicos.

Qué ofrece un equipo de salud mental frente a las traumáticas situaciones vividas
Un vínculo de intimidad para permitir decir todo lo que pueda decirse y escuchar todo lo que se dice y también lo que no se dice pero parece decirse. Una relación confiable para la elaboración emocional de situaciones penosas, un diálogo especial para tramitar condiciones dolorosas, dar tiempo para procesar las pérdidas, compartir los duelos, darle significado a lo desconocido, atenuar un malestar insoportable a la espera de un tiempo mejor.

Este proceso se puede llevar a cabo en una relación vincular a solas o en grupos con alguien del equipo de salud mental especialmente entrenado. No se trata de un diálogo cualquiera, sino que requiere una palabra altamente especializada e intervenciones fundadas en teorías psicológicas profundas como el psicoanálisis. Sin infundir expectativas o alentar promesas infundadas, se requiere un decir terapéutico pleno y significativo.

A mediados de año, cuando la pandemia aterrorizaba por su capacidad de hacer daño y mortalidad y las vacunas todavía no estaban disponibles, surgió una inquietud, un planteo que no dejaba de sorprender: ¿Por qué entre los encargados de la gestión de la pandemia no había especialistas del campo de la salud mental o por qué no se ofrecía asistencia psicológica para contener los estragos que provocaba? Quizá alguien, desorientado por la pregunta, podría pensar que la medicina ya estaba respondiendo plenamente al desafío y a una velocidad asombrosa. Pero no solo se trataba de detener la plaga. Había que pensar en la vida mental de los que padecían la enfermedad o en aquellos que por suerte la evitaban.

Si la vida mental es aquello que da valor a la vida, ¿cómo no tenerla en cuenta cuando se está frente a los efectos de una pandemia? El coronavirus arrasó nuestras mentes y colocó al colectivo humano frente a los efectos desquiciantes de una verdadera situación traumática. De verdad, debíamos ocuparnos de la peste, como lo hizo la medicina, pero también de sus dañinas consecuencias emocionales para atenuar sus efectos y evitar infaltables daños colaterales. Por suerte, en el país, contamos con un potencial humano altamente calificado en salud mental que está a disposición para colaborar en la tarea. Tratar la pandemia no es solo administrar vacunas.

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